“…¡A dos de tres caídas, sin límite de tiempooo!”—gritaba el anunciador “El Piloro”, desde el centro del cuadrilátero, marcando el inicio de lo que todos esperaban: una batalla campal. Era la lucha libre en su forma más cruda, una guerra sin reglas en la que todos los luchadores iban por la victoria, donde eran los sillazos, piquetes de ojo, quebradoras y patadas voladoras, parte del espectáculo. Dentro y fuera del ring, los gladiadores se lanzaban con todo, mientras la multitud enardecida gritaba con fervor, clamando por su luchador favorito, exigiendo la máxima prueba de brutalidad: “¡QUEREMOS VER SANGRE!”

Aquellos combates eran sin duda parte del imaginario colectivo, un escape donde la violencia se convertía en espectáculo, y los héroes y villanos luchaban frente a miles de almas ansiosas por ver quién se impondría. Pero hoy, las batallas han tomado otro rostro. En lugar de la lucha libre, son las calles las que se han convertido en ring, donde los combates no son entre rudos y técnicos, sino entre “chapitos” y “mayos,” los dos cárteles que se disputan las plazas en un enfrentamiento tan real como mortal. La violencia, que alguna vez fue entretenimiento, ahora se desborda en una realidad mucho más oscura y peligrosa, con balaceras y caos reemplazando el rugido del público y las reglas del encordado.
Lo que antes era una batalla de máscaras y cabelleras mediante acrobacias, hoy es un enfrentamiento siniestro que deja tras de sí una estela de miedo y destrucción, una lucha campal sin referís de por medio, en la que todos quisiéramos que no hubiera víctimas espectadores.
Dahemont…

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